Hoy me enteré del fallecimiento de Ernesto de la Torre Villar, hombre a quien considero el más importante historiador mexicano del siglo XX. Seguramente no soy la única en pensarlo. Con sorpresa noté que sólo siete notas periodísticas reportaron la muerte de un hombre que, quieran o no, suene o no a panfleto, dio buena parte de conciencia nacional a los mexicanos.
Nunca se dedicó a las especulaciones filosóficas sobre la historia. Sus aportes fueron sus múltiples investigaciones que, aún cuando algunas fueran clasificables dentro de "la historia de los cinco minutos", es decir, investigaciones sumamente específicas, siempre estuvieron de dicadas a México y a los mexicanos. ¿Que cómo sé? Es sencillo: por su lenguaje diáfano, por la preocupación por el estudio del proceso independentista en el que, sin faltar a la verdad cientificista, siempre trató de matizar los aspectos turbios en aras de no ofender el fervor patrio.
Esrnesto de la Torre Villar no fue sólo un historiador admirable, de esos que se mueren escribiendo y de los que saben de todo lo que uno ni siquiera puede imaginar. Más allá del erudito hubo un hombre de enorme calidad humana. Supe de él a través de Alfredo, de quien fue sinodal. Él me habló de su humildad, de su capacidad de dar, enseñar y ayudar a quienes lo requerían. No supe jamás de él, como sé de otros quesque figurones, que se diera a engrandecer su ego con el mal trato de estudiantes y otra gente "de baja condición".
Vaya que me dolió la muerte de este hombre. Lloré. Y aunque jamás crucé palabra con él, fue de forma indirecta mi maestro. No sé si se debe a la forma en la que leo (me gusta platicar con los textos y creo con ellos una conexión casi íntima). No sé si es porque es de todos conocido el gran aporte de este hombre a la academia histórica mexicana, a la que humildemente deseo pertenecer y a la que amo profundamente, lo suficiente como para querer dedicar a ella mi vida.
Me dolió que no habrá más obra de Ernesto de la Torre Villar. Pero lo que más siento es la pérdida que significa su muerte para la Academia y para los estudios históricos mexicanos. Con Ernesto de la Torre Villar murió el último historiador de la escuela erudita mexicana. El hueco es grande. Murió el prototipo de historiador sabiondo que, con sus pacientes búsquedas archivísticas, tenía el potencial de cambiar la interpretación por medio del hallazgo del nuevo dato. Se fue el único cientificista renegado que pude haber respetado, uno que, tal como Ranke, sabía hacer una lectura deliciosa de lo que otrora fuera un cúmulo de fechas y datos con telarañas de archivo, es decir, un mago de la vieja historia narrativa, mediante la cual el pasado viejo y árido podía convertirse en nuestro pasado.
Adiós, maestro. Ya nos hace falta.
¿Qué añadir a lo que has comentado? Sólo un hecho: la gran apertura de Ernesto a la opinión de los otros. En más de una ocasión me he topado con gente que, desde mi mismo nivel, esto es, desde aquél poseído por cualquier cualquiera, me ha rebatido, cuestionado, intentado humillar e, incluso, gritado, todo porque no se me da la gana hablar de ese pasado concretito que creen que, en algún lado, van a encontrar. Gentuza, podríamos decir, convencida hasta el fondo de su muy cuestionable importancia, creyente en el papel pero, sobre todo, que se ha arrogado, por azares del destino, la posibilidad de fastidiar al otro si éste no comulga con sus "ideas".
ResponderEliminarErnesto de la Torre vivió convencido de la importancia del dato, del hecho, del estudio apropiado y minucioso de las fuentes. Al haber sido director de la Biblioteca Nacional por mucho tiempo, logró acumular un saber inmenso, mismo que le permitía dirigir un seminario de tesis de posgrado sin sólo sentarse a desvariar, o a fingir, como hacen muchos, sino con ánimo propositivo, con la pregunta pertinente a mano, la sugerencia amable para el alumno, el comentario refinadamente cáustico para sus iguales dedicados a fingir, a apantallar, a molestar, o a vivir en medio de la simple y llana pretensión.
En ese seminario era donde aparecía lo que comentas del buen Ernesto: todas sus cualidades hacían acto de presencia y, se hablara de lo que se hablara, fuera cual fuera el tema abordado por quienes en él participábamos, siempre encontraba el modo de decir algo inteligente y, de forma efectiva, enriquecer las investigaciones que se llevaban a cabo. Incluso tenía la gran, magnífica "puntada", de preguntar si sabíamos algo que a él, un figurón de la disciplina, no le quedaba claro, o algo que no sabía. Sencillamente magnífico.
Hoy ya no está. Es decir, físicamente. Ha pasado a formar parte de los discursos que conforman la historia; los hechos, la persona, se ha desvanecido en tanto tal y se adhiere a lo enunciado por los demás a través del sesudo estudio y la sabrosa anécdota. Sigue presente en el recuerdo, en sus escritos, en su legado. Es, auténticamente, una falta, que no es ausencia sino presencia dolorosa.
No faltarán los homenajes, como el que, en la misma funeraria, se le tributa desde este preciso momento. A ninguno de ellos pretendo asistir: la tristeza que siento por la partida del maestro es mía, no de exhibición. A los homenajes van quienes quieren ser vistos, quienes pretenden que se les relacione con ese otro ya partido. A mí eso me tiene sin cuidado. Fue mi maestro y, desde mi anonimato, lo recordaré por lo que me enseñó, lo que depositó y pude asmimilar. Así lo recordaré por mí, para mí, y para quienes, para suerte o desgracia, comparten distintos salones de clase conmigo. Es lo único y lo mejor que puede hacerse.